sábado, 24 de julio de 2010

CUENTOS A CABALLO: La tortuga herida.

Kazán busca la tortuga
Por el curso del rio
Las yeguas del tuerto
El rincón de la tortuga
La orilla de las tortugas
"Allí embalsada le cubria por completo..."

LA TORTUGA HERIDA
Por Agustín Hervás

Aquella mañana hacía calor. Letrada y yo, habíamos establecido un pacto. Nos dábamos un paseíto corto, sin bulla, para que la torridez del astro rey no nos quemara la sangre. Encaramos nuestra marcha hacia el sur, por la rivera del río, así, por la orilla, la sensación de calor sería menor y el ruido del agua nos sensibilizaría de frescor. Mi perro blanco aprovechaba cualquier oportunidad para zambullirse en el cauce y husmeaba las orillas en busca de olores que alimentaran su memoria y quizás sus recuerdos.
A veces el transito del río se hace abrupto. Letrada, que guarda en su memoria cualquiera de los recovecos del curso, los sortea con pericia. Otras veces, como si se distrajera de sus pensamientos tropieza en una piedra cuya altura no ha medido, o mete la pata en un socavón incontrolado. Es lista la yegua, cuando esto ocurre, al modo de cómo nos ocurre a las personas que cuando ensimismados nos tropezamos, y a nosotros mismos nos parece ridículo y nos sonreímos con nuestra propia torpeza, Letrada me mira, con un expresivo gesto de sus orejas, como diciendo "a ver si este se ríe de mi". Yo muchas veces ni le hago caso. Alguna vez sí le hablo para que esté atenta, pues, sobre todo cuando pasamos por cortados, cualquier despiste puede ser peligroso para los dos.
En estas estábamos cuando Kazán encontró un magnifico recoveco de piedras hacia las que mansamente llegaba el agua. Allí embalsada le cubría por completo y el perro blanco gozaba con sus chapoteos, de repente, casi sin advertirlo, algo resbaló cayendo al agua. Letrada miró, Kazán miro hacia el lugar del chapoteo y yo miré para dónde ellos miraban. El agua cristalina permitía ver la tortuga, que importunada en su siesta de deliciosos rayos de sol, decidió refugiarse en el agua creyendo estar a salvo de los depredadores que la acechaban. Kazán intentó darle caza, pero se dio cuenta de que en el medio agua su perspicacia, su fuerza y su destreza perdían intensidad. La tortuga ganaba, mi perro perdía. Así es la vida, intentaba explicarle al can ante su impotencia y triste mirada. Nos quedamos a observar un rato acechantes por si la pareja aún estuviera entre las piedras, o ella, pasado el susto decidiera asomar la cabeza.
Letrada se ponía nerviosa, Kazán no dejaba de molestar el agua, por consiguiente decidí continuar el paseo.
Río abajo camino nos topamos con las yeguas del tuerto, tres ejemplares magníficos que echaban la tarde en sus conversaciones, bajo las sombras de los eucaliptos.
En realidad, después de pararnos un buen rato junto al corral de las yeguas, en el cual Letrada también se unió a las conversaciones equinas, Kazán que estaba recostado sobre hojas secas, de un salto volvió al rincón de la tortuga. Me llamó la atención la reacción del perro e interrumpiendo la conversación Letrada y yo nos fuimos en su busca. Cuando llegamos Kazán tenia entre sus fauces a la tortuga. Muerta de miedo, tenia la cabeza, la cola y las patas, recogidas en su caparazón, sabedora de tanta vulnerabilidad ante la potencia de aquellas fauces que la oprimían y de aquellos terroríficos colmillos amenazantes. Sin embargo me llamó la atención que una de las patas traseras no estuviera dentro de su refugio. Kazán esperaba ordenes echado sobre la fina arena de la orilla. Desmonté y el perro soltó a su presa que inmovilizada por el miedo no hizo por huir. Cuando estuve cerca vi que la pata que tenia fuera, sangraba. Lo primero que pensé fue que Kazán, en su ímpetu, quizás le había mordido, y lo miré enojado, bajó la mirada como niño bueno diciéndome que no había sido, y efectivamente llevaba razón, la herida sangraba levemente a causa de un cristal clavado en ella. Tomé la tortuga entre mis manos y cuidadosamente retiré el objeto que hería la pata, que viéndose liberada del dolor se ubicó por fin en su hueco del caparazón. Por suerte la incisión no había sido muy profunda y consideré que o era necesario desinfección. Nada pues que no pudiera curar su propio organismo y la naturaleza.
Ante la curiosa mirada de Kazán, devolví la tortuga al río. Enfrente, en la otra orilla burbujeaba el agua. La otra tortuga esperaba con ansiedad que su pareja volviera, sana y salva.
No es el cristal, objeto propio de un río. Los desalmados humanos que allí los depositan incurren en pecado contra la naturaleza.

1 comentario:

Percheles dijo...

Qué arte tienes Agustin!!! Le sacas jugo al bigote de una gamba y montas una historia.
Gracias por el buen ratito que me has hecho pasar.

Un saludo