martes, 10 de agosto de 2010

CUENTOS A CABALLO: Las vacas del Pirri

Caía la tarde y en la ribera la luz del sol se escondía. Con los últimos rayos las vacas del Pirri buscaban las cañas donde pasar la noche y con sus mugidos se llamaban las unas a las otras para congregarse en el punto más seguro.
Destacaba sobre todas las llamadas las de las vacas paridas. Ambas, buscaban a sus terneros que rezongaban por los alrededores y que huían de Letrada como si hubieran visto al mismísimo mayoral que venía a arrearlas. Lo que a los breves toritos parecía la figura de mi yegua no era otra cosa que su esbeltez y figura alargada por los últimos rayos y prolongada en las sombras de la tarde, pareciendo cual espíritu cenizo capaz de emvolver la inocencia becerril.

Allá, más allá huyeron del camino que se veía sin reparar en la distancia, ni en el peligro, ni en la luz, ni en la noche. Ellos espantados buscaban el norte cuando el sur era su lugar. Arreé a la yegua que al galope corto consiguió darles alcance, cuando al verse cogidos los becerreros treparon a la ladera para perderse más entre los matorrales, hasta que los perdí de vista.


Eran los berridos de las madres más agudos, más continuos y temí que el semental castaño y armado, le diera por hacer caso a las hembras ansiosas de sus hijos. Letrada con buen juicio me miró y entendí que debíamos alejarnos pero sin perder la referencia del lugar donde los becerros habían subido. Ya por el camino andaban las madres al oído de las respuestas de los terneros. Ya las vi venir y otear el lugar del refugio. Letrada miraba el cuadro, movía sus orejas, a las vacas, a los terneros y a mi, esperando una orden que no llegaba porque no debía llegar algo que interrumpiera aquella búsqueda, aquel encuentro.
Finalmente de pasados unos minutos los hijos bajaron a ver a sus madres, que como reconocimiento a la obediencia y seguramente como recompensa se dejaron mamar las ubres cuyo liquido reconfortante relajó la ansiedad de los becerros que sin dejar sus pizpiretas de impetuosos zagales, seguían a las madres hasta el lugar elegido para cobijarse en la noche, la manada.
Letrada orgullosa se arrancó al paso y con su garbo hizome a mi sentir también el orgullo de las cosas de la naturaleza... por cierto, el semental, como buen padre, hizo a las madres el caso justo, que fue echar una mirada al caballo y al jinete y sopesar si las señoras llevaban razón... ¡Pues claro que no la llevaban! ¡El caballero y la montura, nunca se meterían con menores de edad! ¡Somos unos caballeros!