Llovía moderadamente, aún así me decidí a montar. Tenía que comprobar las reacciones de Letrada en un día de lluvia. Sabía que se avecinaba un resfriado si lo hacía, pero era necesario probar la potra en estas condiciones climatológicas. La cepillé, la puse guapa y le eché la inglesa a los lomos. Ajusté la cincha, púseme las polainas y las espuelas y me subí. Ni un mal gesto. Es ya una aceptación del jinete. Eso es bueno. Tiene confianza en mi. Emprendimos un camino conocido, desde la cuadra por el corredor del desagüe hasta la Fuensanta, desde allí por el Cerro de Los Granizos hasta el río y de vuelta a la cuadra río arriba. A escasa media hora la lluvia arreció. Paré, me bajé, ajusté la cincha, que de esa montura y para esa yegua, me trae por el camino de la amargura, y me eché un capote encima. Me llamó la atención que no se asustara del nuevo elemento. Volví a montar, ajusté las riendas en mis manos con guantes y reanudamos la marcha. Algunas veces el viento hacia volar mi sombrero, y otras los vuelos del capote. Salvo alguna mirada nada extraño advertí en el comportamiento de Letrada. Llovía y el viento era frío en el alto del cerro de Los Granizos, la vista que desde allí contemplaba, acercaba Puerto Banús al cielo. A decir verdad era el cielo el que bajó a Puerto Banús. Todo transcurrió como lo había previsto, incluido mi resfriado. El recorrido de dos horas y media, empapado.
El caballo es una obra maestra de la naturaleza. Y lo es por su genética, su funcionalidad y por ser el animal más útil para el hombre a lo largo de la historia. Es más, creo que los caballos, sea cual sea su raza, por historia y por definición, son el complemento de la humanidad. Imagen de Lectivo III, Yeguada Militar.
miércoles, 20 de febrero de 2008
LETRADA Y LA LLUVIA
Llovía moderadamente, aún así me decidí a montar. Tenía que comprobar las reacciones de Letrada en un día de lluvia. Sabía que se avecinaba un resfriado si lo hacía, pero era necesario probar la potra en estas condiciones climatológicas. La cepillé, la puse guapa y le eché la inglesa a los lomos. Ajusté la cincha, púseme las polainas y las espuelas y me subí. Ni un mal gesto. Es ya una aceptación del jinete. Eso es bueno. Tiene confianza en mi. Emprendimos un camino conocido, desde la cuadra por el corredor del desagüe hasta la Fuensanta, desde allí por el Cerro de Los Granizos hasta el río y de vuelta a la cuadra río arriba. A escasa media hora la lluvia arreció. Paré, me bajé, ajusté la cincha, que de esa montura y para esa yegua, me trae por el camino de la amargura, y me eché un capote encima. Me llamó la atención que no se asustara del nuevo elemento. Volví a montar, ajusté las riendas en mis manos con guantes y reanudamos la marcha. Algunas veces el viento hacia volar mi sombrero, y otras los vuelos del capote. Salvo alguna mirada nada extraño advertí en el comportamiento de Letrada. Llovía y el viento era frío en el alto del cerro de Los Granizos, la vista que desde allí contemplaba, acercaba Puerto Banús al cielo. A decir verdad era el cielo el que bajó a Puerto Banús. Todo transcurrió como lo había previsto, incluido mi resfriado. El recorrido de dos horas y media, empapado.
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