La modelo y empresaria y Facundo, con quien se casó en mayo de 2024, emprendieron el cruce de Los Andes desde Mendoza. Ella le contó a Teleshow cómo fue la impresionante experiencia con la que recibieron el año.
DE TELESHOW
Las vacaciones de Jimena Cyrulnik y su esposo Facundo iban a ser distintas. La pareja ama viajar. Ya lo hicieron por Tailandia, la Patagonia, Italia, Nueva York, Helsinki (Finlandia). El punto del mapa que señalaron para la nueva aventura fue bien diferente al que recorrieron. “Mi marido estaba buscando ir a ver las auroras boreales”, comenzó a relatar Jimena. Facundo, entusiasmado, exploraba destinos en Escandinavia o Canadá. Sin embargo, mientras buscaba opciones en internet, apareció algo completamente diferente: una cabalgata por la Cordillera de los Andes. “Nada que ver, nada que ver”, admite la modelo y empresaria, “pero terminamos ahí, a caballo entre las montañas”. Antes de darse cuenta, ya estaban planeando esta travesía de cinco días.
Mientras están de regreso a Buenos Aires desde San Rafael, Mendoza, donde se recuperaron luego de la travesía, Jimena le contó a Teleshow las felices peripecias que vivieron entre el 29 de diciembre y el 2 de enero de este año. Al volante va Facundo, con quien se casó en mayo de 2024. Se conocieron hace cuatro años, después de la separación de Jimena con Lucas Kirby, con quien tiene una relación estupenda y se quedó al cuidado de sus dos hijos, Calder y Tyron. “Facundo es el hermano de una amiga, yo estaba separada, él también, y fue espontáneo. Aunque soy amiga de la hermana y ahora cuñada, a él no lo había visto nunca Me gustó su personalidad, su forma de ser, tan única y especial. Yo estaba tranquila, con ganas de estar sola, pero el amor vino, llegó, no lo busqué, después de conocerlo con el tiempo me enamoré”, le contó hace un tiempo a Teleshow.
La experiencia no fue en solitario. “Fuimos con mi marido y con un grupo de gente”, relata Jimena. Al comenzar la travesía, se encontraron con una caravana diversa y animada. “Éramos veintipico”, dice. El grupo incluía cinco italianos, una francesa y varios argentinos. Al frente de la expedición estaba Darío Gallardo, un correntino que emprendió su negocio Gaucho Argentino con travesías en Mendoza en el verano y los Esteros del Iberá en el invierno. “Es un gaucho de pura sangre, un crack. Esta fue su cabalgata número 193”, destaca Cyrulnik. Darío no estaba solo. Lo acompañaban tres baqueanos que viven en esas alturas todo el año. “Ellos son los que arman todo, te guían y están atentos a que no te falte nada”, cuenta Jimena.
Aunque Jimena no se considera una jinete experta, en la escuela secundaria tomó clases de equitación. “Aprendí dos años, y estando allá arriba me di cuenta que me sirvieron bastante”, confiesa. Su caballo, Micky, un hermoso ejemplar pinto, fue un compañero excepcional: “Parecía una cabra. Trepaba, subía y bajaba por las rocas que pensabas ‘por acá no pasa’, pero pasaba”.
Facundo, por su parte, montó a Moñito, otro caballo igual de entrenado para el terreno montañoso. “Son caballos criados acá, en la montaña. Nos dijeron que si traés uno de otro lado, no sirve, no puede hacer esto”, explica Jimena. También relató cómo estos animales seguían al caballo de adelante en fila, ignorando cualquier intento de separarse para, por ejemplo, sacar una foto. “Vos querías ir al costado y ellos volvían a la fila, como diciendo ‘yo sé por dónde ir’”, cuenta.
Uno de los momentos más impactantes de la travesía fue cuando alcanzaron los 3.700 metros de altura. “Desde donde acampamos la tercera noche, podíamos ver la montaña donde cayó el avión de los uruguayos en Los Andes”, dice Jimena. Aunque no era parte de su recorrido, la cercanía al lugar los impresionó. “Estábamos a tres kilómetros”, subrayó. Pero esta expedición no llega hasta allí, aunque otras sí lo hacen.
Aunque la intención era completar el trayecto hasta el hito que marca el límite entre Argentina y Chile, no lo pudieron alcanzar debido a la cantidad de nieve acumulada. “Si no está nevado, llegás, pero esta vez había mucha nieve y no pudimos”, explica.
La geografía de la montaña les presentó arduos desafíos. Pero ninguno tan difícil de soportar como la falta de sombra: “Lo más duro de todo es no tener un árbol donde refugiarte”, recuerda Jimena. Desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche, cuando anochece en esta época del año, el sol pegaba sin tregua. “El protector solar no alcanzaba, los sombreros no alcanzaban. Sentías que el sol te quemaba la cara”, dice.
Además del calor del día, y a pesar de los caballos entrenados, durante la travesía debieron enfrentar el viento constante, que los obligaba a usar pañuelos para cubrirse la cara y, en su caso, una antiparra de esquí para evitar que el polvo entrara a los ojos. “Igual, por más que usabas todo, el viento te corta, te lastima, y el sol te hace doler. Terminabas con los ojos hinchados por la tierra, los labios agrietados, las manos rasposas y la cara como castigada, como si la montaña te golpeara todo el tiempo”.
Cada noche, cuenta Jimena, ellos mismos debían armar las carpas que les entregaron al inicio de la travesía. “Vos armás tu carpa y ves cómo los caballos se van por la montaña a comer”, relata. Mientras la mayor parte de ellos son liberados de sus monturas y frenos para que se desplacen libremente por el terreno, a otros pocos les sujetan las patas delanteras para evitar que se escapen.
La alimentación del grupo era simple y rústica. Había opciones vegetarianas para quienes las preferían, pero casi todos comían, cuenta, “chivitos que carneaban ahí mismo. Yo no fui a mirar cómo lo hacían, pero algunos sí”. Sin mesas ni sillas, dice Jimena, “comíamos en el piso o sentados en un tronco, pero no importaba porque estabas en otro mundo”, recuerda.
Eso fue lo que comieron el 31 de diciembre por la noche: chivito frito. “Brindamos por el Año Nuevo entre las montañas, a 2800 metros de alturas, con cero grados, con viento, sin luz, a la luz de las estrellas, comiendo chivito frito y mirando satélites que pasaban como pájaros”, cuenta.
Lo más impresionante, precisamente, fueron las noches estrelladas. “Nunca vi un cielo así, tan claro, tan único. La noche era silencio y ver estrellas. Sentí una paz que nunca experimenté”, afirma Jimena, describiendo aquella inmensidad.
Pero no todo fue tan bucólico. Las cosas más cotidianas se volvieron complicadas. El baño y la higiene, por ejemplo, fueron parte de los retos de la montaña. “Todo entre las piedras, cada uno se iba a su rincón con mucha toallita húmeda”, explica Jimena. Y subraya que Facundo, en cambio, decidió bañarse los cuatro días bajo cataratas de agua helada. “Se metía con jabón, al lado de bloques de hielo. Yo ni loca”, admite entre carcajadas.
El trayecto del primer día, como para aclimatarse, fue desde la salida en un paraje llamado Las Loicas, desde donde hicieron 12 kilómetros hasta el Mallín, donde durmieron. La segunda jornada fue la más extensa. Cabalgaron 24 kilómetros por una subida llamada El Finado hasta el Rial Vilchez. El tercero alcanzaron una casa de piedra ubicada a 15 kilómetros. Ya el cuarto día, en el regreso, bajaron por el arroyo Las Mulas hasta el puesto Arroyo Álamos. Y la última jornada fue de 7 kilómetros hasta el punto de partida.
La experiencia, a la empresaria que debió regresar a Buenos Aires para continuar con su emprendimiento de trajes de baño, Xyrus, le dejó marcas físicas, pero también enseñanzas profundas y una conclusión: “Es una travesía para hacer una vez en la vida. Te ponés a prueba, aprendés a valorar lo esencial: desde una sombra, una ducha caliente, una cama”.
Fotos: Gentileza Jimena Cyrulnik
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